2005-06-11

La historia de la belleza

Una historia de la belleza se puede transformar con mucha facilidad en una historia del mundo, sin que ello implique, por supuesto, que ni ese mundo ni esa historia hayan sido especialmente bellos. Más bien significa que a lo largo de épocas, y de muy distinta manera en cada una, la belleza ha sido un propósito persistente y un anhelo profundo. Desde la decoración del hogar, del palacio o del templo hasta el encuentro amoroso entre las personas pasando por el éxtasis ante las maravillas de la naturaleza estuvieron gobernados por un deseo de belleza. Sin olvidar por cierto lo que hoy llamaríamos formas estéticas, las cuales contribuyeron a definir la identidad de cada momento del pasado humano.

Pero en la actualidad la idea de belleza parece haber perdido el venerable, indiscutido arraigo del que gozó durante la mayor parte de la historia. Las vanguardias artísticas del siglo XX pusieron en crisis su vigencia, su carácter homogéneo y reconocible, incluso dejaron de aspirar a ella. La marginaron y la ridiculizaron. Pocas nociones se hallan tan asociadas a nuestra idea convencional del arte como la de belleza; pocas, sin embargo, se encuentran tan a menudo alejadas de nuestra experiencia habitual del arte contemporáneo. ¿Cómo se llegó a este agudo contraste?

Desde los griegos, y durante más de dos milenios, la belleza fue la característica principal de la obra de arte o de lo que se entendiera por tal. Si en Platón el concepto no tenía, primariamente al menos, una carga estética, en la Poética aristotélica ya encontramos una definición apropiada de belleza artística: orden y magnitud eran los requisitos esenciales que debía cumplimentar una obra lograda. En su Metafísica, Aristóteles añadió otro término, el de armonía. Ese legado griego, de ninguna manera originado en Aristóteles, pero potenciado por él, sería una fórmula perdurable en el pensamiento occidental.

Todavía Tomás de Aquino, a cuyo pensamiento estético Eco dedicó en 1956 su primer libro (nunca traducido), define a la belleza en términos similares. Sólo en el siglo XVIII la estética burguesa iniciaría una revisión. Pero ella no estuvo dirigida a discutir los términos de la definición, sino que más bien intentó hallar un lugar para las nuevas pretensiones del sujeto. El arte bello, afirmaría Kant hacia el final de ese siglo, era aquel cuya forma generaba un sentimiento de placer en el observador. No eran por tanto las propiedades objetivas de la obra cuanto sus efectos sobre la sensibilidad individual —sobre el gusto— lo que caracterizaba a la belleza. Por otra parte, ella no estaba restringida, para Kant, a las obras de arte. También la naturaleza generaba un placer estético análogo.

. El verdadero terremoto, sostiene, tuvo lugar ya al comienzo del siglo XX, con el emblemático mingitorio de Duchamp y las vanguardias plásticas y literarias que allanaron el camino para la introducción de obras difícilmente aceptables siquiera como arte (es decir, sin considerar su valor estético, bueno o malo, sino su mero estatuto) en los 25 siglos que nos preceden. A la muerte del arte anunciada oscuramente por Hegel se sumaba ahora la desintegración de uno de sus componentes básicos: la belleza. La modernidad puede verse, por cierto, como un angustiante funeral colectivo. Todas las grandes y antiguas palabras empezaron a perder su sentido y a prepararse para una larga, interminable agonía. En esta época, de acuerdo con la broma corriente que Eco repite en otro de sus encantadores ensayos, Dios ha muerto, el arte dejó de existir, la historia ha llegado a su fin, y yo mismo no me siento del todo bien.

Es en ese contexto que los trastornos de la belleza confluyen con la crisis de la cultura contemporánea constituyendo uno de sus capítulos más curiosos. Aprovechada, y redefinida, por el diseño industrial o el reclamo comercial, ¿qué relación sigue manteniendo la belleza con el arte?